Se despertó exaltado, bañado en un sudor frío que le mojaba de los pies a la cabeza, pero a la vez con una impoluta sequedad. Desde hacía tres días, una misma pesadilla se repetía insistentemente en su cabeza: una mujer de bellas facciones y blancos vestidos dando vueltas a su casa tras un velo de oscuridad y misterio, parando de vez en cuando a mirar por la ventana que daba directamente al bosque; pero, cada vez que se acercaba a ella a preguntarla qué hacía ahí a esas horas de la noche, ésta se esfumaba, como si del vapor de una locomotora saliendo de la estación se tratase.
Hacía ya cuatro años que, tras la muerte de su esposa, se había retirado a una acogedora cabaña en la montaña huyendo de los recuerdos que la ciudad le traía. Aún apartado del mundo, nunca había tenido problemas de soledad; una cabra y un cachorro de pastor alemán hacían las veces de la compañía que necesitaba. Su día a día, no le aseguraba un mañana, tan solo le permitía un hoy, que era un poco más de lo que él alcanzaba a desear desde el accidente de la que fue su princesa.
A la vez, el tiempo parecía no pasar, y la libertad que encontraba en la ausencia de molestos vecinos le permitían pasar horas mirando la frondosa maleza que se abría a los pies de su habitación dejando su casa como una simple isla en un mar de verde. Al fin y al cabo, estos últimos meses habían sido muy tranquilos, pero estos últimos días... aquella pesadilla y su posible significado le estaba atormentando y apenas le dejaba pegar ojo. Buscando tranquilizarse y volver a reconciliarse con Morfeo, bajó (con paso decidido pero tembloroso aún por su repentino despertar) a su estrecha cocina, insuficiente quizás y antigua seguro, pero capaz de albergar una nevera.
Cuando estaba hecho más de la mitad del viaje, un cuerpo formado por un destello de luz cruzó su salón; un escalofría recorrió su cuerpo, mientras que un acto reflejo provocado por una mezcla entre temor y enfado por el allanamiento, le llevó a salir casi corriendo tras la figura. Salió rápidamente por la puerta de entrada, pasando a una velocidad que no recordaba poseer por el recibidor, el jardín se veía hoy más apagado que nunca, pero eso le permitía ver mejor a la pálida figura que perseguía.
Durante más de 342 metros, continuó la carrera, sin saber cuando parar, chocando con ramas y raíces que componían el paisaje del bosque, hasta que cerca del un acantilado sin fondo, la mujer se dio la vuelta, sus negros ojos se posaron sobre los de su perseguidor, y una misteriosa mueca en su cara, similar a una sonrisa, le dejó ver sus bellos y blanquecinos dientes. Segundos después, y sin dejar de mirarle, el ende se mantuvo flotando sobre el vacío del corte montañoso hasta desaparecer, como si nunca hubiese existido.
Antes de darse cuenta, estaba cayendo al vacío y chocando contra las piedras que formaban la pared rocosa. No había podido evitarlo, y no le costó mucho saber por qué: se había enamorado de su sonrisa
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